Una cultura casi desconocida sembró la Península Ibérica de enigmáticos animales de piedra cuyo significado o propósito aún siguen siendo materia de debate para los arqueólogos. Son los vettones.
Uno de los fenómenos arqueológicos relacionado con los celtas más importantes de España tiene que ver con las representaciones escultóricas de los pueblos prerromanos que habitaron entre el Duero y el Tajo, en la meseta; los vetones. Toros, jabalíes, cerdos, osos, tal vez elefantes... Esculturas toscas de granito, de distintos tamaños y encontradas en tan diversos ámbitos que los investigadores aún no se han puesto de acuerdo en su significado — puede que fueran varios los motivos de su fabricación?—. Son los llamados “verracos” que es como se conoce a esta cultura que reúne más de 400 ejemplares en una estrecha franja de piedra y monte. Corresponden al trabajo de un grupo de artesanos que labraba la roca y que proveía a los vetones de estas figuras misteriosas, cuyo sentido aún no ha sido desvelado.
Hace 2.500 años...
Los vetones eran celtas, vivían de la ganadería y se preparaban para ser soldadas de postín. Celebraban ritos iniciáticos para los futuros guerreros en saunas excavadas en la roca y adoraban a las fuerzas de la naturaleza celebrando sacrificios animales y humanos en altares rupestres. Se repartieron por el territorio extendido entre el Duero y el Tajo, lo que ahora es Toledo, Cáceres, Salamanca, Ávila, Zamora, Segovia y las provincias portuguesas de Tras-os-Montes y Beira Alta. Construyeron sus ciudades fortificadas (oppida) más importantes en el valle abulense de Amblés, en montes colindantes a las sierras que rodean la capital de Ávila. En este marco se tallaron los verracos, considerados la expresión plástica más representativa de los vetones.
La curiosidad por estas esculturas milenarias ha respondido a patrones varios. Los romanos utilizaron la figuración de toros y jabalís de reducidas dimensiones en sus necrópolis, a modo de cistas y cupae —¿símbolo del enterramiento de alguien cuyos ancestros vetones adoraban a estos animales, igual que ahora se hace con la Cruz?—, o bien usarlas como sillares en la Edad Media en construcciones importantes, como la muralla de Ávila o varias iglesias de ésta y otras capitales y pueblos de la zona —quizá con el despectivo propósito de ahorrarse en pulir piedra cuando ya disponían de elementos de buena roca y, además, labrados—. Y, como los siglos dan tantas vueltas al arte, a partir del siglo XVI las familias nobiliarias los situaban en los jardines de sus sus palacios — reconocimiento a su valor artístico, a su antigüedad, o por una atracción del misterioso poder de estas esculturas milenarias hacía los ricos estamentos?—. Las pruebas arqueológicas y, a partir del siglo XV, la documentación de los cronistas, sitúan la construcción de estas esculturas en la Edad del Hierro, a partir del siglo V-IV a. de C. Sólo desde finales del siglo XIX, época en que surge la figura del investigador arqueológico se han realizado excavaciones más sistemáticas en los castros vetones, intentando descubrir algo del pasado de estos pueblos ganaderos y guerreros, y encontrándose con una cultura llena de enigmas y dudas.
¿Idea o figuración?
Entre dioses y hombres siempre ha habido una extraña relación. Temor, amor, miedo, petición, protección... distintas caras de una misma moneda en la que las circunstancias que nos rodean son fundamentales. En el caso de los celtas, las fuerzas de la naturaleza eran el misterio de la lluvia y de los ríos, la energía del Sol y la Luna, y la fuerza pétrea y el poder de los animales. La comprensión de lo que ocurría influía hasta transformar los elementos cotidianos de la existencia en objetos de culto.
¿Culto al toro o a la piedra? ¿O a ambos? Es una de las incógnitas de los verracos. Figuras esquemáticas, simples, muy geometrizadas; tanto, si las comparamos con las representaciones ibéricas de la misma época, que es casi imposible relacionarlas. ¿Cuestión de riqueza, de medios, de torpeza, o se trata de una visión buscada, de la mera representación de una idea sin un afán figurativo? Las relaciones de los celtas con la naturaleza fue tan acusada que puede que la idea sea sólo la conjunción de dos elementos naturales, fundamentales en su vida: la roca sobre la que construían sus poblados, que les protegía, y el toro, animal sagrado en mitologías clásicas, cargada, en este caso, de un componente sociológico que no se puede obviar: una de sus fuentes de riqueza era la ganadería.
Las piedras en el culto y el propio culta a las piedras también se han relacionado con las corrientes de agua. Por ejemplo, en el castro de Ulaca (Solosancho, Avila) se halló un verraco cerca de un manantial, y junto al castro de El Raso (Candeleda, Avila) también se encontró un ejemplar al lado de un río, junto al Santuario prerromano de Postolabosa. La presencia de es tas esculturas en extensas praderas, a modo de hitos en el paisaje, y algunos cerca de los poblados e incluso dentro de los mismos, se ha interpretada coma una sacralización de los mismos, en relación con la protección tanto del ganado como de los hábitats. Han pasado más de setenta años desde que el arqueólogo Juan Cabré, uno de los primeros que excavó los castros vetones, destacaba la función mágico-religiosa de estas figuras zoomorfas, relacionándolos con ritos de protección del ganado, fertilidad y reproducción de la especie. Se han encontrado esculturas en zonas de pastos especialmente ricas, en las cercanías de cañadas medievales, en las lindes de las tierras y de marcándolas — modo de hitos sagrados—. Hay teorías que indican, incluso, que los verracos trataban de señalizar las posesiones de los grandes guerreros (los privilegiados en la escala jerárquica de los poblados), como símbolo de su estatus social. Lo que aún no se ha confirmado es si, en realidad, los toros y verracos hallados se situaron en esos lugares en sus orígenes o si, por el contrario, han sido desplazados de su ubicación original a lo largo de los siglos. De algunas sí que se conoce con certeza su desplazamiento, lo que pone en duda a ubicación original del resto. Lo que será muy difícil averiguar es el cuándo y el por qué.
Uno de los fenómenos arqueológicos relacionado con los celtas más importantes de España tiene que ver con las representaciones escultóricas de los pueblos prerromanos que habitaron entre el Duero y el Tajo, en la meseta; los vetones. Toros, jabalíes, cerdos, osos, tal vez elefantes... Esculturas toscas de granito, de distintos tamaños y encontradas en tan diversos ámbitos que los investigadores aún no se han puesto de acuerdo en su significado — puede que fueran varios los motivos de su fabricación?—. Son los llamados “verracos” que es como se conoce a esta cultura que reúne más de 400 ejemplares en una estrecha franja de piedra y monte. Corresponden al trabajo de un grupo de artesanos que labraba la roca y que proveía a los vetones de estas figuras misteriosas, cuyo sentido aún no ha sido desvelado.
Hace 2.500 años...
Los vetones eran celtas, vivían de la ganadería y se preparaban para ser soldadas de postín. Celebraban ritos iniciáticos para los futuros guerreros en saunas excavadas en la roca y adoraban a las fuerzas de la naturaleza celebrando sacrificios animales y humanos en altares rupestres. Se repartieron por el territorio extendido entre el Duero y el Tajo, lo que ahora es Toledo, Cáceres, Salamanca, Ávila, Zamora, Segovia y las provincias portuguesas de Tras-os-Montes y Beira Alta. Construyeron sus ciudades fortificadas (oppida) más importantes en el valle abulense de Amblés, en montes colindantes a las sierras que rodean la capital de Ávila. En este marco se tallaron los verracos, considerados la expresión plástica más representativa de los vetones.
La curiosidad por estas esculturas milenarias ha respondido a patrones varios. Los romanos utilizaron la figuración de toros y jabalís de reducidas dimensiones en sus necrópolis, a modo de cistas y cupae —¿símbolo del enterramiento de alguien cuyos ancestros vetones adoraban a estos animales, igual que ahora se hace con la Cruz?—, o bien usarlas como sillares en la Edad Media en construcciones importantes, como la muralla de Ávila o varias iglesias de ésta y otras capitales y pueblos de la zona —quizá con el despectivo propósito de ahorrarse en pulir piedra cuando ya disponían de elementos de buena roca y, además, labrados—. Y, como los siglos dan tantas vueltas al arte, a partir del siglo XVI las familias nobiliarias los situaban en los jardines de sus sus palacios — reconocimiento a su valor artístico, a su antigüedad, o por una atracción del misterioso poder de estas esculturas milenarias hacía los ricos estamentos?—. Las pruebas arqueológicas y, a partir del siglo XV, la documentación de los cronistas, sitúan la construcción de estas esculturas en la Edad del Hierro, a partir del siglo V-IV a. de C. Sólo desde finales del siglo XIX, época en que surge la figura del investigador arqueológico se han realizado excavaciones más sistemáticas en los castros vetones, intentando descubrir algo del pasado de estos pueblos ganaderos y guerreros, y encontrándose con una cultura llena de enigmas y dudas.
¿Idea o figuración?
Entre dioses y hombres siempre ha habido una extraña relación. Temor, amor, miedo, petición, protección... distintas caras de una misma moneda en la que las circunstancias que nos rodean son fundamentales. En el caso de los celtas, las fuerzas de la naturaleza eran el misterio de la lluvia y de los ríos, la energía del Sol y la Luna, y la fuerza pétrea y el poder de los animales. La comprensión de lo que ocurría influía hasta transformar los elementos cotidianos de la existencia en objetos de culto.
¿Culto al toro o a la piedra? ¿O a ambos? Es una de las incógnitas de los verracos. Figuras esquemáticas, simples, muy geometrizadas; tanto, si las comparamos con las representaciones ibéricas de la misma época, que es casi imposible relacionarlas. ¿Cuestión de riqueza, de medios, de torpeza, o se trata de una visión buscada, de la mera representación de una idea sin un afán figurativo? Las relaciones de los celtas con la naturaleza fue tan acusada que puede que la idea sea sólo la conjunción de dos elementos naturales, fundamentales en su vida: la roca sobre la que construían sus poblados, que les protegía, y el toro, animal sagrado en mitologías clásicas, cargada, en este caso, de un componente sociológico que no se puede obviar: una de sus fuentes de riqueza era la ganadería.
Las piedras en el culto y el propio culta a las piedras también se han relacionado con las corrientes de agua. Por ejemplo, en el castro de Ulaca (Solosancho, Avila) se halló un verraco cerca de un manantial, y junto al castro de El Raso (Candeleda, Avila) también se encontró un ejemplar al lado de un río, junto al Santuario prerromano de Postolabosa. La presencia de es tas esculturas en extensas praderas, a modo de hitos en el paisaje, y algunos cerca de los poblados e incluso dentro de los mismos, se ha interpretada coma una sacralización de los mismos, en relación con la protección tanto del ganado como de los hábitats. Han pasado más de setenta años desde que el arqueólogo Juan Cabré, uno de los primeros que excavó los castros vetones, destacaba la función mágico-religiosa de estas figuras zoomorfas, relacionándolos con ritos de protección del ganado, fertilidad y reproducción de la especie. Se han encontrado esculturas en zonas de pastos especialmente ricas, en las cercanías de cañadas medievales, en las lindes de las tierras y de marcándolas — modo de hitos sagrados—. Hay teorías que indican, incluso, que los verracos trataban de señalizar las posesiones de los grandes guerreros (los privilegiados en la escala jerárquica de los poblados), como símbolo de su estatus social. Lo que aún no se ha confirmado es si, en realidad, los toros y verracos hallados se situaron en esos lugares en sus orígenes o si, por el contrario, han sido desplazados de su ubicación original a lo largo de los siglos. De algunas sí que se conoce con certeza su desplazamiento, lo que pone en duda a ubicación original del resto. Lo que será muy difícil averiguar es el cuándo y el por qué.
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