El conocimiento que se tiene en la actualidad de las divinidades célticas de la Península Ibérica es un producto de la Romanización. Los datos conocidos de la religión indígena anterior a la conquista romana son meramente testimoniales. Todavía estamos lejos de averiguar las causas de que los pueblos paleo-hispánicos no dejaran, apenas, restos de sus creencias religiosas y sus ritos prerromanos pero lo cierto es que, sólo después de la toma de contacto con la cultura romana, las comunidades célticas comenzaron a manifestar su espiritualidad y a preservarla para la posteridad utilizando, además, métodos romanos. Por tanto, nuestra información al respecto se puede datar, casi exclusivamente, entre los siglos I-III d. C., aunque es lógico pensar que las divinidades que entran en la historia durante esos siglos formaban parte de unas tradiciones profundamente arraigadas durante la época prerromana.
Para plasmar sus devociones, los individuos y las comunidades indígenas utilizaron como principal medio la realización de inscripciones votivas en altares, en las cuales hacían constar sus nombres junto al de las deidades a las que hacían el voto, a menudo citando también apelativos referentes a las mismas. Conocemos cerca de setecientos monumentos de este tipo en las regiones septentrional y occidental de la Península Ibérica, es decir, en las áreas que habitaban los pueblos célticos hispanos.
Las dificultades para datar con precisión los altares votivos tiene como consecuencia que no sepamos con seguridad si las religiones indígenas estaban en decadencia, durante los siglos citados, ante la irrupción de la cultura y la religión romanas. Sin embargo, la cantidad y la distribución geográfica de dichos testimonios hace pensar lo contrario: que las creencias célticas mantuvieron un destacable vigor.
La persistencia de las creencias célticas no fue, sin embargo, uniforme en todos los ámbitos. Dado que la estructura político-administrativa romana tenía sus más contundentes focos de difusión en las ciudades, fue en éstas donde más intensamente y con mayor prontitud se impusieron también sus elementos culturales sobre las tradiciones autóctonas. Aunque la cultura de Roma fue introduciéndose progresivamente también en las pequeñas localidades rurales, aquí la religión indígena mantuvo una gran solidez, como muestra el equilibrio existente entre las aras votivas dedicadas a las deidades autóctonas y romanas en ámbitos rurales. Hemos de tener en cuenta, además, que esta costumbre de manifestar sus devociones religiosas en inscripciones latinas habría estado menos extendida entre las poblaciones de más profunda tradición indígena, por lo que cabe pensar que existe un mayor volumen de elementos culturales de las mismas que no han perdurado hasta el presente.
Los escasos testimonios literarios que han llegado hasta nosotros sobre las divinidades indígenas de la Hispania céltica también fueron transmitidos a través del tamiz romano. En este sentido, fue Estrabón quien mostró más interés por la cultura hispánica. Según él, «algunos autores dicen que los Galaicos no tienen dioses, y que los Celtíberos y sus vecinos del norte hacen sacrificios a un dios innominado, de noche en los plenilunios, ante las puertas, y que con toda la familia danzan y velan hasta el amanecer» (III, 4, 16). Refiriéndose a los pueblos montañeses del norte, afirma que «sacrifican a Ares un chivo, cautivos de guerra y caballos». Naturalmente, se refiere en este caso a una divinidad autóctona que él equipara al dios greco-romano, probablemente por su carácter guerrero (III, 3, 7). Las fuentes literarias nos ofrecen, por tanto, muy pocos datos sobre las deidades indígenas y, además, algo equívocos. La información más relevante emana, como ya hemos afirmado, de los testimonios epigráficos.
Las ofrendas votivas dedicadas a deidades hispanas se extienden por todo el norte y occidente peninsular, aunque con más profusión en unos ámbitos que en otros. La mayoría de ellas nombran a dioses que sólo son conocidos por un testimonio. Este hecho motivó que, durante muchos años, se tuviera una imagen muy caótica del panteón religioso indígena. Pero, a pesar del gran número de nombres de dioses testimoniados una sola vez, existen también varias divinidades que son conocidas por numerosos epígrafes.
Los testimonios de las divinidades más difundidas nos indican que existen territorios donde se adoraba a grupos definidos de dioses que coinciden, en buena medida, con las áreas que eran habitadas por etnias determinadas. La fiabilidad de los altares votivos para elaborar áreas culturales se fundamenta en dos hechos: en primer lugar, son objetos muy difíciles de transportar a causa de su peso, por lo que cabe pensar que el lugar donde han sido hallados por los investigadores no debía estar muy lejos de aquel en el que ejercieron su función. En segundo lugar, la constatación pública de devoción a un dios en un altar escrito, por un individuo, se convierte en un hecho social ante los habitantes de una determinada comunidad. Por ello, cabe pensar que los dioses a los que se ofrecían los altares eran aquellos a los que se rendía culto en el territorio. De otro modo, el significado de la ofrenda votiva no se habría entendido ni valorado convenientemente.
Se observan claras diferencias entre los nombres de divinidades del occidente peninsular y los de la Meseta. Pero no son éstas las únicas diferencias, también existen ciertas diferencias internas en el seno del territorio occidental hispano. Aunque los datos no ofrecen conjuntos cerrados que nos permitan considerar, con seguridad, áreas culturales perfectamente delimitadas a aquellas en las que coincide un determinado grupo de dioses, lo cierto es que son muy sugerentes las correspondencias entre grupos teonímicos y los territorios que habitaban determinados pueblos paleohispánicos.
Juan Carlos Olivares Pedreño
Para plasmar sus devociones, los individuos y las comunidades indígenas utilizaron como principal medio la realización de inscripciones votivas en altares, en las cuales hacían constar sus nombres junto al de las deidades a las que hacían el voto, a menudo citando también apelativos referentes a las mismas. Conocemos cerca de setecientos monumentos de este tipo en las regiones septentrional y occidental de la Península Ibérica, es decir, en las áreas que habitaban los pueblos célticos hispanos.
Las dificultades para datar con precisión los altares votivos tiene como consecuencia que no sepamos con seguridad si las religiones indígenas estaban en decadencia, durante los siglos citados, ante la irrupción de la cultura y la religión romanas. Sin embargo, la cantidad y la distribución geográfica de dichos testimonios hace pensar lo contrario: que las creencias célticas mantuvieron un destacable vigor.
La persistencia de las creencias célticas no fue, sin embargo, uniforme en todos los ámbitos. Dado que la estructura político-administrativa romana tenía sus más contundentes focos de difusión en las ciudades, fue en éstas donde más intensamente y con mayor prontitud se impusieron también sus elementos culturales sobre las tradiciones autóctonas. Aunque la cultura de Roma fue introduciéndose progresivamente también en las pequeñas localidades rurales, aquí la religión indígena mantuvo una gran solidez, como muestra el equilibrio existente entre las aras votivas dedicadas a las deidades autóctonas y romanas en ámbitos rurales. Hemos de tener en cuenta, además, que esta costumbre de manifestar sus devociones religiosas en inscripciones latinas habría estado menos extendida entre las poblaciones de más profunda tradición indígena, por lo que cabe pensar que existe un mayor volumen de elementos culturales de las mismas que no han perdurado hasta el presente.
Los escasos testimonios literarios que han llegado hasta nosotros sobre las divinidades indígenas de la Hispania céltica también fueron transmitidos a través del tamiz romano. En este sentido, fue Estrabón quien mostró más interés por la cultura hispánica. Según él, «algunos autores dicen que los Galaicos no tienen dioses, y que los Celtíberos y sus vecinos del norte hacen sacrificios a un dios innominado, de noche en los plenilunios, ante las puertas, y que con toda la familia danzan y velan hasta el amanecer» (III, 4, 16). Refiriéndose a los pueblos montañeses del norte, afirma que «sacrifican a Ares un chivo, cautivos de guerra y caballos». Naturalmente, se refiere en este caso a una divinidad autóctona que él equipara al dios greco-romano, probablemente por su carácter guerrero (III, 3, 7). Las fuentes literarias nos ofrecen, por tanto, muy pocos datos sobre las deidades indígenas y, además, algo equívocos. La información más relevante emana, como ya hemos afirmado, de los testimonios epigráficos.
Las ofrendas votivas dedicadas a deidades hispanas se extienden por todo el norte y occidente peninsular, aunque con más profusión en unos ámbitos que en otros. La mayoría de ellas nombran a dioses que sólo son conocidos por un testimonio. Este hecho motivó que, durante muchos años, se tuviera una imagen muy caótica del panteón religioso indígena. Pero, a pesar del gran número de nombres de dioses testimoniados una sola vez, existen también varias divinidades que son conocidas por numerosos epígrafes.
Los testimonios de las divinidades más difundidas nos indican que existen territorios donde se adoraba a grupos definidos de dioses que coinciden, en buena medida, con las áreas que eran habitadas por etnias determinadas. La fiabilidad de los altares votivos para elaborar áreas culturales se fundamenta en dos hechos: en primer lugar, son objetos muy difíciles de transportar a causa de su peso, por lo que cabe pensar que el lugar donde han sido hallados por los investigadores no debía estar muy lejos de aquel en el que ejercieron su función. En segundo lugar, la constatación pública de devoción a un dios en un altar escrito, por un individuo, se convierte en un hecho social ante los habitantes de una determinada comunidad. Por ello, cabe pensar que los dioses a los que se ofrecían los altares eran aquellos a los que se rendía culto en el territorio. De otro modo, el significado de la ofrenda votiva no se habría entendido ni valorado convenientemente.
Se observan claras diferencias entre los nombres de divinidades del occidente peninsular y los de la Meseta. Pero no son éstas las únicas diferencias, también existen ciertas diferencias internas en el seno del territorio occidental hispano. Aunque los datos no ofrecen conjuntos cerrados que nos permitan considerar, con seguridad, áreas culturales perfectamente delimitadas a aquellas en las que coincide un determinado grupo de dioses, lo cierto es que son muy sugerentes las correspondencias entre grupos teonímicos y los territorios que habitaban determinados pueblos paleohispánicos.
Juan Carlos Olivares Pedreño
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