En apoyo de este presumible entronque de la epopeya castellana con las leyendas de la edad visigoda, notaremos que la sociedad misma retratada en esa epopeya tiene un carácter fuertemente germánico que enlaza a su vez con las instituciones y costumbres de los visigodos, retoñadas en los reinos medievales. En la épica castellana el rey o señor, antes de tomar una resolución, consulta a sus vasallos, clara manifestación del individualismo germánico. El duelo de dos campeones revela el juicio de Dios, y se acude a él tanto para decidir una guerra entre dos ejércitos como para juzgar sobre la culpabilidad de un acusado.
El caballero, en ocasiones solemnes, pronuncia un voto lleno de soberbia y difícil de cumplir, costumbre que proviene de un rito pagano conocido entre los germanos. La espada del caballero tiene un nombre propio que la distingue de las demás. Se cortan las faldas de la prostituta como pena infamante. El manto de una señora es, para un hombre perseguido, asilo tan inviolable como el recinto sagrado de una iglesia.
Y así otros muchos usos.
Pero no hablamos sólo de usos aislados. Las más significativas costumbres germánicas constituyen como el espíritu mismo de la epopeya castellana. Bastará recordar algunos rasgos fundamentales que se desprenden del retrato más antiguo que poseemos de los bárbaros del Norte.
Veremos así que en la epopeya castellana palpitan los sentimientos más fuertes y nobles de aquellos germanos en quienes el historiador Tácito, como observador cáustico, encarece la propensión al juego y a la embriaguez, la suciedad y la pereza, lo mismo que la hospitalidad, la castidad, la fidelidad y la independencia indomable. Así, uno de los caracteres que Tácito da como fundamentales de todos los pueblos germanos, responde a la organización del ejército, constituido no por alistamiento de ciudadanos o de mercenarios, sino por la reunión de bandas armadas; éstas se formaban con los parientes y allegados de un señor, unidos a él con un vínculo de fidelidad, individual y voluntariamente contraído, vínculo que implicaba la obligación de una ayuda mutua durante la vida, y el deber de la venganza después de la muerte. La mesnada del Cid, parientes y vasallos de éste, que abandonan sus heredades para seguir al héroe en su desgracia, jurándole fidelidad, nos ofrece una continuación del viejo uso descrito.
Otro ejemplo, entre muchos, nos lo dan los parientes y vasallos de la noble casa de los Infantes de Lara, que acuden en armas al lado de Mudarra para vengar la traición de Rui Velázquez.
El germano sentía crecer su ardor en el combate con la presencia de su mujer y de sus hijos, que colocaba cerca del campo de batalla como sagrados testigos de su valentía. De igual modo el Cid hace que su mujer y sus hijas presencien la batalla contra el rey de Marruecos, y les dice que, estando ellas delante, se sentirá más esforzado; afecto sinceramente patriarcal, bien alejado aún de aquella refinada galantería del caballero andante que, al levantar la espada, invocaba a su dama.
Aquellas asambleas periódicas descritas por Tácito, donde los germanos deliberaban armados, y adonde, con viciosa libertad, no les importaba llegar después del plazo fijado, de modo que se perdían dos o tres días en completar la reunión, las reconocemos en esas juntas de la corte regia, obligatorias para los vasallos, pero en las que alguno, como el conde Fernán González, cuando va a las cortes de León, hacía esperar, con su tardanza, a todos los demás ya reunidos. Después, las asambleas no deliberaban sólo sobre asuntos de interés general, sino que entendían también en las causas criminales, y lo mismo hacía la corte regia, que era el tribunal supremo de la justicia feudal. Del ejercicio de esta función nos ofrece varios ejemplos la epopeya, sea en la magnífica escena de las cortes de Toledo, reunidas por el rey Alfonso para juzgar sobre la afrenta que hicieron al Cid los Infantes de Carrión, sea en las cortes que declaran traidores a varios condes en el poema de Rodrigo.
En la Germania de Tácito, las enemistades son obligatorias para los allegados del ofendido, y lo mismo ocurre en la epopeya románica, donde vemos que la venganza es obligatoria para todos los parientes del agraviado, hombres y mujeres. Este espíritu de venganza llena la mayor parte de la acción en casi todas las gestas castellanas. Mencionaremos como ejemplos la de los Infantes de Lara, la de Fernán González, la del Infante García, la del Cid, de que luego diremos.
Pero Tácito advierte que estas enemistades entre familias no eran implacables, y que hasta el homicidio podía ser reparado mediante la entrega (a falta de moneda o de oro) de cierto número de cabezas de ganado, recibidas con general complacencia por la familia ofendida. De igual modo, en la epopeya castellana el agravio causado por el homicidio de un caballero podía ser reparado mediante el pago de 500 sueldos, en que estaba tasada la vida de un hidalgo.
Por el contrario, como observa Tácito, el adulterio no alcanzaba perdón ni del marido ni de la sociedad: se cortaba el cabello a la mujer culpable, y el marido, en presencia de los parientes, la desnudaba y echaba de casa, azotándola a través del lugar; pena infamante que hubo de conocer la poesía épica, como lo prueba el romancero, en forma de amenaza dirigida a la mujer… Lo implacable del castigo subsistió, exigiéndose la muerte de la adúltera, también por mano del marido, como condición necesaria para el honor de éste. Por eso el conde Garci Fernández de Castilla, en el cantar de la Condesa traidora, abandona todo, hasta el gobierno de su condado, para perseguir él solo en Francia a la esposa infiel y al amante que la raptó, y únicamente después de haberles dado muerte por mano propia se cree digno de volver a gobernar a los castellanos: primer drama de honor que nos ofrece la literatura española, donde se repetirá bajo tantas formas, gracias sobre todo a la trágica inventiva de Calderón.
El caballero, en ocasiones solemnes, pronuncia un voto lleno de soberbia y difícil de cumplir, costumbre que proviene de un rito pagano conocido entre los germanos. La espada del caballero tiene un nombre propio que la distingue de las demás. Se cortan las faldas de la prostituta como pena infamante. El manto de una señora es, para un hombre perseguido, asilo tan inviolable como el recinto sagrado de una iglesia.
Y así otros muchos usos.
Pero no hablamos sólo de usos aislados. Las más significativas costumbres germánicas constituyen como el espíritu mismo de la epopeya castellana. Bastará recordar algunos rasgos fundamentales que se desprenden del retrato más antiguo que poseemos de los bárbaros del Norte.
Veremos así que en la epopeya castellana palpitan los sentimientos más fuertes y nobles de aquellos germanos en quienes el historiador Tácito, como observador cáustico, encarece la propensión al juego y a la embriaguez, la suciedad y la pereza, lo mismo que la hospitalidad, la castidad, la fidelidad y la independencia indomable. Así, uno de los caracteres que Tácito da como fundamentales de todos los pueblos germanos, responde a la organización del ejército, constituido no por alistamiento de ciudadanos o de mercenarios, sino por la reunión de bandas armadas; éstas se formaban con los parientes y allegados de un señor, unidos a él con un vínculo de fidelidad, individual y voluntariamente contraído, vínculo que implicaba la obligación de una ayuda mutua durante la vida, y el deber de la venganza después de la muerte. La mesnada del Cid, parientes y vasallos de éste, que abandonan sus heredades para seguir al héroe en su desgracia, jurándole fidelidad, nos ofrece una continuación del viejo uso descrito.
Otro ejemplo, entre muchos, nos lo dan los parientes y vasallos de la noble casa de los Infantes de Lara, que acuden en armas al lado de Mudarra para vengar la traición de Rui Velázquez.
El germano sentía crecer su ardor en el combate con la presencia de su mujer y de sus hijos, que colocaba cerca del campo de batalla como sagrados testigos de su valentía. De igual modo el Cid hace que su mujer y sus hijas presencien la batalla contra el rey de Marruecos, y les dice que, estando ellas delante, se sentirá más esforzado; afecto sinceramente patriarcal, bien alejado aún de aquella refinada galantería del caballero andante que, al levantar la espada, invocaba a su dama.
Aquellas asambleas periódicas descritas por Tácito, donde los germanos deliberaban armados, y adonde, con viciosa libertad, no les importaba llegar después del plazo fijado, de modo que se perdían dos o tres días en completar la reunión, las reconocemos en esas juntas de la corte regia, obligatorias para los vasallos, pero en las que alguno, como el conde Fernán González, cuando va a las cortes de León, hacía esperar, con su tardanza, a todos los demás ya reunidos. Después, las asambleas no deliberaban sólo sobre asuntos de interés general, sino que entendían también en las causas criminales, y lo mismo hacía la corte regia, que era el tribunal supremo de la justicia feudal. Del ejercicio de esta función nos ofrece varios ejemplos la epopeya, sea en la magnífica escena de las cortes de Toledo, reunidas por el rey Alfonso para juzgar sobre la afrenta que hicieron al Cid los Infantes de Carrión, sea en las cortes que declaran traidores a varios condes en el poema de Rodrigo.
En la Germania de Tácito, las enemistades son obligatorias para los allegados del ofendido, y lo mismo ocurre en la epopeya románica, donde vemos que la venganza es obligatoria para todos los parientes del agraviado, hombres y mujeres. Este espíritu de venganza llena la mayor parte de la acción en casi todas las gestas castellanas. Mencionaremos como ejemplos la de los Infantes de Lara, la de Fernán González, la del Infante García, la del Cid, de que luego diremos.
Pero Tácito advierte que estas enemistades entre familias no eran implacables, y que hasta el homicidio podía ser reparado mediante la entrega (a falta de moneda o de oro) de cierto número de cabezas de ganado, recibidas con general complacencia por la familia ofendida. De igual modo, en la epopeya castellana el agravio causado por el homicidio de un caballero podía ser reparado mediante el pago de 500 sueldos, en que estaba tasada la vida de un hidalgo.
Por el contrario, como observa Tácito, el adulterio no alcanzaba perdón ni del marido ni de la sociedad: se cortaba el cabello a la mujer culpable, y el marido, en presencia de los parientes, la desnudaba y echaba de casa, azotándola a través del lugar; pena infamante que hubo de conocer la poesía épica, como lo prueba el romancero, en forma de amenaza dirigida a la mujer… Lo implacable del castigo subsistió, exigiéndose la muerte de la adúltera, también por mano del marido, como condición necesaria para el honor de éste. Por eso el conde Garci Fernández de Castilla, en el cantar de la Condesa traidora, abandona todo, hasta el gobierno de su condado, para perseguir él solo en Francia a la esposa infiel y al amante que la raptó, y únicamente después de haberles dado muerte por mano propia se cree digno de volver a gobernar a los castellanos: primer drama de honor que nos ofrece la literatura española, donde se repetirá bajo tantas formas, gracias sobre todo a la trágica inventiva de Calderón.
Menéndez Pidal
(NdE. M. Pidal, se refiere basicamente a la tradicion de Castilla la vieja en sus escritos)
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