El sistema Ibérico y las altas tierras del oriente de la Meseta constituían el territorio habitado por los pueblos que historiadores y geógrafos de la Antigüedad conocieron como celtíberos.
Todas estas tierras situadas por encima de los 1,000 m. de altura, eran de vida dura pero favorecían una ganadería estacional con deplazamientos invernales para su subsistencia, dada su estratégica posición sobre las planicies circundantes, lo que, junto a la organización socioeconómica jerarquizada, ayuda a comprender su tendencia expansiva y consiguiente mestizaje cultural con diversos pueblos limítrofes, que influirían, a su vez, en su propia evolución. Por el Valle del Ebro limitaban al norte, aproximadamente por la línea del Ebro, con pueblos vasco-pirenaicos como los autrigones, vardulos, vascones y suesetanos. Por el este limitaban con pueblos ibéricos como los sedetanos en la línea Huerva-Jiloca y pudieron llegar hasta las tierras de los edetanos e ilergavones por el sureste. Al sur de la serranía de Cuenca enlazarían con los celtizados olcades, que ocupaban las estribaciones meridionales del sistema Ibérico y la cuenca del Júcar, y al suroeste, con los carpetanos, que se extenderían a partir de la Alcarria y La Mancha Alta. Al oeste debieron penetrar por la cordillera Central desde las zonas de Ayllón y el Guadarrama y avanzarían hacia las llanuras ocupadas por los vacceos por la zona del Alto Arlanza, donde se sitúa Clunia (Coruña del Conde, Burgos), que, esgún Plinio, formaban junto a Segobriga (Saelices, Cuenca) los límites de la Celtiberia.
Los celtíberos, según las referencias históricas, estaban constituidos por diversas tribus o etnias menores, entre las que destacaban los arévacos de la llanura soriana, los titos y belos ya en la cuenca del Ebro hacia el Jalón y los lusones, situados entre el Moncayo y la ribera del Ebro, aunque otro grupo de éstos pudo extenderse hacia las fuentes del Tajo y las parameras de Molina de Aragón. Además, pueden considerarse asimiladas a estos celtíberos en sentido estricto otras etnias menores como los lobetanos de las serranías de Albarracín y Cuenca y los turboletas de la zona de Teruel, mientras que otros pueblos pueden considerarse como plenamente celtiberizados, como los pelendones y berones, que ocupaban las serranías de Soria y las tierras de La Rioja, respectivamente.
Todas estas gentes, como ya se ha señalado, ofrecen un sustrato común que arranca de la Cultura de Cogotas I y se modifica ulteriormente en la transición del Bronce final al inicio del Hierro por influjos tartésicos junto a otros posibles de zonas periféricas de los Campos de Urnas. Pero el elemento característico de su fase inicial, a partir de fines del siglo VII a.C., es la aparición de necrópolis de cremación de variados ritos y, aún más, de pequeños poblados de tipo castro, especialmente en el Alto Jalón-Alto Tajo y las serranías de Soria, en los que aparecen las características cerámicas pintadas, fíbulas de doble resorte, etc. En estas zonas, favorables para el pastoreo trashumante estacional de ovejas, surgiría una sociedad fuertemente jerarquizada, reforzada por la generalización en su armamento de los magníficos recursos en hierro de esas tierras, llegando a desarrollar una cultura de guerreros-pastores de gran capacidad de expansión.
Así se explica su preferencia por zonas pastoriles como el Sistema Central, por donde se debieron de ir extendiendo, especialmente a partir del siglo V a.C., aprovechando la similitud de medio ecológico; pero pronto aparecen por terrenos circundantes, llegando finalmente sus correrías a cubrir prácticamente toda la Península, si bien afectaron predominantemente a las zonas centrales y occidentales, las más favorables para su expansión, que se fueron celtizando.
La arqueología documenta la dispersión de elementos de su cultura material, como las características espadas de antenas o los castros defendidos con piedras hincadas contra la caballería, desde el núcleo originario, donde se fechan en el siglo VI a.C., hacia el sistema Central, donde no parecen anteriores al V, hasta Extremadura o incluso la zona galaica, donde deben ser evidentemente posteriores. Pero más interés que esa misma dispersión presentan los elementos más significativos de su cultura social, como los topónimos en -briga de sus poblados fortificados, su característica organización social suprafamiliar, conocida como gentilidades, o los documentos de sus pactos de hospitalidad, etc., y también el uso de determinados nombres como el de Ambatus, utilizado para designar al personaje vinculado a un jefe guerrero por un pacto clientelar, o el de Celtius, que indica cómo esta gente se autodenominaba celta, evidentemente por estar entre una población que mayoritariamente no lo era. Estos elementos, algunos de difusión muy tardía, como los nombres en Celtius o las ciudades en -briga, evidencian la complejidad de este fenómeno de celtización cultural.
La cultura celtibérica también fue evolucionando a lo largo del tiempo mientras se realizaba la creciente expansión de elementos celtibéricos por amplias áreas peninsulares. A partir del siglo V a.C. se generalizan las armas y los arreos de caballo, que nunca superan el 1% de las sepulturas, lo que evidencia su pertenencia a jefes-guerreros. A inicios del siglo IV se producen abandonos y la aparición de nuevos poblados y poco a poco comienza a introducirse el torno
Todas estas tierras situadas por encima de los 1,000 m. de altura, eran de vida dura pero favorecían una ganadería estacional con deplazamientos invernales para su subsistencia, dada su estratégica posición sobre las planicies circundantes, lo que, junto a la organización socioeconómica jerarquizada, ayuda a comprender su tendencia expansiva y consiguiente mestizaje cultural con diversos pueblos limítrofes, que influirían, a su vez, en su propia evolución. Por el Valle del Ebro limitaban al norte, aproximadamente por la línea del Ebro, con pueblos vasco-pirenaicos como los autrigones, vardulos, vascones y suesetanos. Por el este limitaban con pueblos ibéricos como los sedetanos en la línea Huerva-Jiloca y pudieron llegar hasta las tierras de los edetanos e ilergavones por el sureste. Al sur de la serranía de Cuenca enlazarían con los celtizados olcades, que ocupaban las estribaciones meridionales del sistema Ibérico y la cuenca del Júcar, y al suroeste, con los carpetanos, que se extenderían a partir de la Alcarria y La Mancha Alta. Al oeste debieron penetrar por la cordillera Central desde las zonas de Ayllón y el Guadarrama y avanzarían hacia las llanuras ocupadas por los vacceos por la zona del Alto Arlanza, donde se sitúa Clunia (Coruña del Conde, Burgos), que, esgún Plinio, formaban junto a Segobriga (Saelices, Cuenca) los límites de la Celtiberia.
Los celtíberos, según las referencias históricas, estaban constituidos por diversas tribus o etnias menores, entre las que destacaban los arévacos de la llanura soriana, los titos y belos ya en la cuenca del Ebro hacia el Jalón y los lusones, situados entre el Moncayo y la ribera del Ebro, aunque otro grupo de éstos pudo extenderse hacia las fuentes del Tajo y las parameras de Molina de Aragón. Además, pueden considerarse asimiladas a estos celtíberos en sentido estricto otras etnias menores como los lobetanos de las serranías de Albarracín y Cuenca y los turboletas de la zona de Teruel, mientras que otros pueblos pueden considerarse como plenamente celtiberizados, como los pelendones y berones, que ocupaban las serranías de Soria y las tierras de La Rioja, respectivamente.
Todas estas gentes, como ya se ha señalado, ofrecen un sustrato común que arranca de la Cultura de Cogotas I y se modifica ulteriormente en la transición del Bronce final al inicio del Hierro por influjos tartésicos junto a otros posibles de zonas periféricas de los Campos de Urnas. Pero el elemento característico de su fase inicial, a partir de fines del siglo VII a.C., es la aparición de necrópolis de cremación de variados ritos y, aún más, de pequeños poblados de tipo castro, especialmente en el Alto Jalón-Alto Tajo y las serranías de Soria, en los que aparecen las características cerámicas pintadas, fíbulas de doble resorte, etc. En estas zonas, favorables para el pastoreo trashumante estacional de ovejas, surgiría una sociedad fuertemente jerarquizada, reforzada por la generalización en su armamento de los magníficos recursos en hierro de esas tierras, llegando a desarrollar una cultura de guerreros-pastores de gran capacidad de expansión.
Así se explica su preferencia por zonas pastoriles como el Sistema Central, por donde se debieron de ir extendiendo, especialmente a partir del siglo V a.C., aprovechando la similitud de medio ecológico; pero pronto aparecen por terrenos circundantes, llegando finalmente sus correrías a cubrir prácticamente toda la Península, si bien afectaron predominantemente a las zonas centrales y occidentales, las más favorables para su expansión, que se fueron celtizando.
La arqueología documenta la dispersión de elementos de su cultura material, como las características espadas de antenas o los castros defendidos con piedras hincadas contra la caballería, desde el núcleo originario, donde se fechan en el siglo VI a.C., hacia el sistema Central, donde no parecen anteriores al V, hasta Extremadura o incluso la zona galaica, donde deben ser evidentemente posteriores. Pero más interés que esa misma dispersión presentan los elementos más significativos de su cultura social, como los topónimos en -briga de sus poblados fortificados, su característica organización social suprafamiliar, conocida como gentilidades, o los documentos de sus pactos de hospitalidad, etc., y también el uso de determinados nombres como el de Ambatus, utilizado para designar al personaje vinculado a un jefe guerrero por un pacto clientelar, o el de Celtius, que indica cómo esta gente se autodenominaba celta, evidentemente por estar entre una población que mayoritariamente no lo era. Estos elementos, algunos de difusión muy tardía, como los nombres en Celtius o las ciudades en -briga, evidencian la complejidad de este fenómeno de celtización cultural.
La cultura celtibérica también fue evolucionando a lo largo del tiempo mientras se realizaba la creciente expansión de elementos celtibéricos por amplias áreas peninsulares. A partir del siglo V a.C. se generalizan las armas y los arreos de caballo, que nunca superan el 1% de las sepulturas, lo que evidencia su pertenencia a jefes-guerreros. A inicios del siglo IV se producen abandonos y la aparición de nuevos poblados y poco a poco comienza a introducirse el torno
Protohistoria de la Península Ibérica
por Martín Almagro, Oswaldo Arteaga, Michael Blech, Diego Ruiz Mata y Hermanfrid Schubart
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