Tácito nos habla de antiguos cantos de los germanos que servían de historia y de anales al pueblo, y nos indica dos asuntos de ellos: unos celebraban los orígenes de la raza germánica, procedente del dios Tuistón y de su hijo Mann (esto es, una epopeya etnogónica); otros cantaban a Arminio, el libertador de la Germania en tiempo de Tiberio (una epopeya enteramente histórica). Más tarde, el uso de estos cantos narrativos está atestiguado respecto a varias de las razas germánicas que se establecieron en territorio del imperio romano: lombardos, anglosajones, borgoñones y francos. Por lo que hace a los establecidos en España, la existencia de estos cantos está afirmada por testimonios diversos.
A mediados del siglo VI, Jordanes, el historiador de los godos, al contar la emigración de este pueblo a Escitia, conducido por su rey Filimer, nos dice que después que la mitad de los emigrantes había pasado un puente sobre el río (acaso el Vístula, divisorio entre la Germania y la Escitia), se hundió el puente con el peso de los hombres y del ganado, anegándose multitud de ellos, y entonces los godos que habían logrado atravesar el río no pudieron retroceder, ni los que quedaron atrás pudieron avanzar, pues toda aquella tierra era pantanosa, llena de lagunas; “y aun hoy –prosigue Jordanes- los que por allí pasan perciben mugidos de ganado y voces de hombre que hablan a lo lejos”; después los godos que habían pasado el puente con Filimer, vencieron a los spalos y llegaron victoriosos al extremo de la Escitia, a las riberas del Ponto Euxino, “como lo celebran universalmente sus cantos primitivos, que son una especie de historia, y Ablavio, el ilustre historiador de los godos, lo da también por cierto.”
Sin duda, aquí en este relato tenemos una mezcla de leyenda y de historia; la leyenda histórica se adorna con una fábula aplicada a varias lagunas famosas, en el fondo de las cuales parecen resonar gritos de quienes allí se anegaron o el clamor de las campanas de una ciudad sumergida.
El mismo Jordanes, cuando habla del modo como el sabio Dicineo adoctrinaba a los godos, dice que les dio sacerdotes a quienes llamó pilleati, y que a los demás godos mandó llamar capillati o cabelludos, “nombre que recibieron con gran estima, y aun lo recuerdan hoy en sus canciones”; noticia curiosa que nos declara el sobrenombre atribuido a la nación goda en los cantos que Jordanes conocía.
Viniendo a una época posterior en la historia de este pueblo, sabemos que Hermenerico, el gran conquistador ostrogodo, cuyo dominio se extendía desde el Danubio al mar Báltico, siendo a la postre vencido por los hunos, y Teodorico, el famoso rey de Italia, tutor en el año 507 del rey visigodo de España, Amalarico, fueron sin duda cantados por sus contemporáneos. De los visigodos, que son los que concretamente nos interesan por su relación con España, nos informa también Jordanes que celebraban en cantos épicos los hechos de sus caudillos; este historiador inestimable nos dice que los godos “cantaban con modulaciones, acompañándose con la cítara, los altos hechos de sus antepasados: Eterpamara, Hanale, Fridigerno, Vidigoia y otros, que gozaban entre ellos de gran renombre. Y resulta que de estos cuatro héroes nombrados, los dos primeros son desconocidos, mientras los dos últimos son visigodos.
Uno es Fridigerno, el rey de los visigodos, que libró a su pueblo del hambre y de las vejaciones con que le afligían los romanos en Mesia, y que causó la derrota y la muerte del emperador Valente, recorriendo después vencedor el Epiro y la Acaya, con lo que dejó a su pueblo en el camino de saquear poco después la misma Roma. El otro, Vidigoia, es un visigodo, según Mühllenhoff, que vivió también en el siglo IV de nuestra era, del cual sólo sabemos que “fue uno de los más valientes entre los godos” y que fue muerto dolorosamente por los sármatas.
Aquellos que rehusaban a España una poesía épica se apoyaban en consideraciones totalmente faltas de fundamento. Para F. Wolf, los visigodos no pudieron traer a España una epopeya; su conversión al cristianismo había precedido a la de los otros pueblos bárbaros, y sus largas peregrinaciones a través de todo el imperio les habían romanizado demasiado; primero arrianos celosos, después no menos celosos católicos, no pudieron conservar el recuerdo de sus mitos ni de su estado primitivo. Este razonamiento por hipótesis, que también expuso R. Dozy, pierde todo valor si se reflexiona que los cantos que celebraban a Fridigerno, recién convertido el pueblo visigodo al arrianismo, no eran en modo alguno una epopeya mítica y primitiva, sino una epopeya completamente histórica, y no se alcanza por qué la civilización que los visigodos recibieron de Roma les debía hacer olvidar esos cantos. Cuando se establecieron en la Galia y en España, los visigodos no llevaban apenas cuarenta años de cristianismo y de peregrinación a través de varias provincias del Imperio.
Ese tiempo era bastante para adoptar, al establecer su nuevo reino, la organización administrativa imperial, puesto que no poseían otra que pudiese compararse con ella, y así, como dice Mommsen, el reino visigodo parecía más una provincia romana hecha independiente que un reino de nacionalidad germánica. Pero en tan corto transcurso de tiempo no pudieron olvidar sus instituciones políticas, que poco a poco echaron brotes bien conocidos en los reinos sucesores del visigodo, ni menos pudieron olvidar sus costumbres sociales y privadas que vemos conservadas con persistencia en la España medieval.
Lo mismo cabe decir de los cantos épicos. Sabemos también por Jordanes que el rey visigodo Teodorico, muerto en la batalla de los Campos Cataláunicos (451), fue allí enterrado con cánticos (cantibus honoratum); algo es esto, dada la gran escasez de documentos y la carencia entre los visigodos de historiadores por el estilo de los merovingios, Gregorio de Tours o Fredegario, lo cual nos priva de algún indicio de leyendas poéticas que en esos cantos pudiera haberse conservado.
Sin embargo, en el siglo V, el cronicón del obispo gallego Hidacio, deplorablemente seco de ordinario, pero un poco más animado cuando se trata de contar portentos, quizá en uno de estos relatos milagrosos remonta a alguna aventura de origen épico: narra una asamblea solemne tenida por el rey Eurico, durante la cual las férreas puntas de los venablos, que los godos asistentes llevaban en la mano, cambiaron prodigiosamente de color: las unas verdes, las otras rosadas, otras rojas, otras negras. Además hay que suponer que la tan divulgada leyenda del último rey godo, Rodrigo, proviene en gran parte de poemas aproximadamente contemporáneos del infortunado rey, conocidos sin duda por los historiadores árabes ya en el siglo VIII.
A mediados del siglo VI, Jordanes, el historiador de los godos, al contar la emigración de este pueblo a Escitia, conducido por su rey Filimer, nos dice que después que la mitad de los emigrantes había pasado un puente sobre el río (acaso el Vístula, divisorio entre la Germania y la Escitia), se hundió el puente con el peso de los hombres y del ganado, anegándose multitud de ellos, y entonces los godos que habían logrado atravesar el río no pudieron retroceder, ni los que quedaron atrás pudieron avanzar, pues toda aquella tierra era pantanosa, llena de lagunas; “y aun hoy –prosigue Jordanes- los que por allí pasan perciben mugidos de ganado y voces de hombre que hablan a lo lejos”; después los godos que habían pasado el puente con Filimer, vencieron a los spalos y llegaron victoriosos al extremo de la Escitia, a las riberas del Ponto Euxino, “como lo celebran universalmente sus cantos primitivos, que son una especie de historia, y Ablavio, el ilustre historiador de los godos, lo da también por cierto.”
Sin duda, aquí en este relato tenemos una mezcla de leyenda y de historia; la leyenda histórica se adorna con una fábula aplicada a varias lagunas famosas, en el fondo de las cuales parecen resonar gritos de quienes allí se anegaron o el clamor de las campanas de una ciudad sumergida.
El mismo Jordanes, cuando habla del modo como el sabio Dicineo adoctrinaba a los godos, dice que les dio sacerdotes a quienes llamó pilleati, y que a los demás godos mandó llamar capillati o cabelludos, “nombre que recibieron con gran estima, y aun lo recuerdan hoy en sus canciones”; noticia curiosa que nos declara el sobrenombre atribuido a la nación goda en los cantos que Jordanes conocía.
Viniendo a una época posterior en la historia de este pueblo, sabemos que Hermenerico, el gran conquistador ostrogodo, cuyo dominio se extendía desde el Danubio al mar Báltico, siendo a la postre vencido por los hunos, y Teodorico, el famoso rey de Italia, tutor en el año 507 del rey visigodo de España, Amalarico, fueron sin duda cantados por sus contemporáneos. De los visigodos, que son los que concretamente nos interesan por su relación con España, nos informa también Jordanes que celebraban en cantos épicos los hechos de sus caudillos; este historiador inestimable nos dice que los godos “cantaban con modulaciones, acompañándose con la cítara, los altos hechos de sus antepasados: Eterpamara, Hanale, Fridigerno, Vidigoia y otros, que gozaban entre ellos de gran renombre. Y resulta que de estos cuatro héroes nombrados, los dos primeros son desconocidos, mientras los dos últimos son visigodos.
Uno es Fridigerno, el rey de los visigodos, que libró a su pueblo del hambre y de las vejaciones con que le afligían los romanos en Mesia, y que causó la derrota y la muerte del emperador Valente, recorriendo después vencedor el Epiro y la Acaya, con lo que dejó a su pueblo en el camino de saquear poco después la misma Roma. El otro, Vidigoia, es un visigodo, según Mühllenhoff, que vivió también en el siglo IV de nuestra era, del cual sólo sabemos que “fue uno de los más valientes entre los godos” y que fue muerto dolorosamente por los sármatas.
Aquellos que rehusaban a España una poesía épica se apoyaban en consideraciones totalmente faltas de fundamento. Para F. Wolf, los visigodos no pudieron traer a España una epopeya; su conversión al cristianismo había precedido a la de los otros pueblos bárbaros, y sus largas peregrinaciones a través de todo el imperio les habían romanizado demasiado; primero arrianos celosos, después no menos celosos católicos, no pudieron conservar el recuerdo de sus mitos ni de su estado primitivo. Este razonamiento por hipótesis, que también expuso R. Dozy, pierde todo valor si se reflexiona que los cantos que celebraban a Fridigerno, recién convertido el pueblo visigodo al arrianismo, no eran en modo alguno una epopeya mítica y primitiva, sino una epopeya completamente histórica, y no se alcanza por qué la civilización que los visigodos recibieron de Roma les debía hacer olvidar esos cantos. Cuando se establecieron en la Galia y en España, los visigodos no llevaban apenas cuarenta años de cristianismo y de peregrinación a través de varias provincias del Imperio.
Ese tiempo era bastante para adoptar, al establecer su nuevo reino, la organización administrativa imperial, puesto que no poseían otra que pudiese compararse con ella, y así, como dice Mommsen, el reino visigodo parecía más una provincia romana hecha independiente que un reino de nacionalidad germánica. Pero en tan corto transcurso de tiempo no pudieron olvidar sus instituciones políticas, que poco a poco echaron brotes bien conocidos en los reinos sucesores del visigodo, ni menos pudieron olvidar sus costumbres sociales y privadas que vemos conservadas con persistencia en la España medieval.
Lo mismo cabe decir de los cantos épicos. Sabemos también por Jordanes que el rey visigodo Teodorico, muerto en la batalla de los Campos Cataláunicos (451), fue allí enterrado con cánticos (cantibus honoratum); algo es esto, dada la gran escasez de documentos y la carencia entre los visigodos de historiadores por el estilo de los merovingios, Gregorio de Tours o Fredegario, lo cual nos priva de algún indicio de leyendas poéticas que en esos cantos pudiera haberse conservado.
Sin embargo, en el siglo V, el cronicón del obispo gallego Hidacio, deplorablemente seco de ordinario, pero un poco más animado cuando se trata de contar portentos, quizá en uno de estos relatos milagrosos remonta a alguna aventura de origen épico: narra una asamblea solemne tenida por el rey Eurico, durante la cual las férreas puntas de los venablos, que los godos asistentes llevaban en la mano, cambiaron prodigiosamente de color: las unas verdes, las otras rosadas, otras rojas, otras negras. Además hay que suponer que la tan divulgada leyenda del último rey godo, Rodrigo, proviene en gran parte de poemas aproximadamente contemporáneos del infortunado rey, conocidos sin duda por los historiadores árabes ya en el siglo VIII.
Menéndez Pidal
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