Durante estas dos últimas semanas nos estamos dando un respiro en el recorrido del amplio abanico de divinidades y cultos que los antiguos cántabros tenían a bien practicar, aunque es éste un paréntesis sólo en apariencia, ya que tanto la influencia del mundo romano como la importante presencia de la cultura celta han tenido en nuestra tierra un encuentro con resultados más que interesantes. La sociedad que hoy día podemos denominar como cántabra y de la que somos directos herederos no es en ningún caso monolítica, sino el resultado de un amplio abanico de influencias de pueblos y sociedades que de muy diversas formas aportaron a nuestro mundo su particular visión. Sin embargo es bien cierto que esos influjos no son tan numerosos como aquellos que encontramos en otras regiones peninsulares. Dos oleadas culturalmente diferentes han sido las que más han moldeado nuestra tierra, la ya mencionada impronta romana, y la más antigua, pero mucho más efectiva, influencia del complejo mundo céltico europeo.
No es mi intención convencer a nadie de la influencia que las gentes célticas han dejado a su paso por nuestra tierra, ya que es más que conocida y admitida por casi todos. Sin embargo, existen voces que desmienten esta relación de Cantabria con el mundo céltico sin aportar tesis de peso. Tampoco es de extrañar que ocurra esto cuando nos situamos ante opiniones que aún desmienten la existencia de un mundo que llamamos indoeuropeo, y del cual emanó gran parte de todo lo que hoy conocemos como cultura occidental. La presencia de esa amalgama de pueblos que denominamos celtas y que se asentaron en nuestra península, sobre todo en el centro y norte peninsular, está más que atestiguada. El norte no se libró de tales ocupaciones, aunque no podemos calificar a estas gentes de celtíberos. Desde comienzos del primer milenio antes de Jesucristo las oleadas de pueblos que llamamos celtas se sucedieron; de esa unión surgieron nuevas sociedades como la cántabra, con un alto grado de indigenismo pero con una extensa influencia de los recién llegados. Esta relación lejos de ir disminuyendo se mantuvo como una constante a lo largo de nuestra amplia historia. El trato, en muchas ocasiones tempestuoso, de los cántabros con sus vecinos celtíberos o con tribus de reconocibles raíces célticas fue constante. Son numerosos los capítulos de nuestra historia en los que nos tropezamos ante hombres de la montaña en lugares celtizados en los que no parecen encontrarse demasiado extraños.
Esta clara vinculación con los pueblos celtas la podemos rastrear a lo largo de un extenso abanico de disciplinas, que entre otros muchos cometidos tienen el de proporcionarnos una herramienta más que útil para clarificar numerosas confusiones: la toponimia, teonimia, hidronimia y antroponimia tienen una labor fundamental. La búsqueda en los nombres de lugares, dioses, ríos, fuentes o de persona de lazos de unión con las raíces originales nos llevan a la conclusión de la más que plausible presencia celta en nuestra tierra.
Sin embargo es la mitología nuestro primer elemento de interés a lo largo de estas líneas, y si bien hemos dicho que la presencia céltica parece indiscutible, mucho más fácilmente podemos defender esta postura ante el mundo de las realidades míticas. Montañas divinizadas al estilo de estos pueblos, ríos con denominaciones que nos remiten directamente a dioses indoeuropeos pero con significativos contenido celta como el paradigmático Deva, diosas madres como pudiera ser la propia Cantabria que nos remite a una sociedad inicial de marcado carácter matriarcal, un extenso abanico de motivos iconográficos de componente céltico en obras como son las estelas gigantes discoideas, dioses de la guerra con base indoeuropea pero con impronta celta, rituales como la cremación y exposición de cadáveres con un alto contenido sacro de ascendencia céltica y un largo etc. Y no podríamos caer en el error de no recordar un sin fin de celebraciones con este ascendente que aún hoy día son la base de las fiestas de numerosos valles de Cantabria. Algunas de ellas ya las hemos mencionado, la vijanera o el primero de Mayo, pero otras muchas las iremos descubriendo a lo largo de este maravilloso viaje con escalas semanales que nos hemos propuesto.
Sin embargo no todo es celta o tiene un sabor o regusto a celta. El mundo que llamamos celta no es algo unívoco. Nos apostamos ante un variado abanico de pueblos con un denominador común, pero con una variedad más que palpable tanto en su comportamiento como en su propio origen antropológico. Actualmente nos hallamos ante un significativo ataque de celtismo, o de celtomanía. Lo celta vende, la etiqueta celta es un reclamo publicitario, de estilo, de marca, además de una moda más que rentable. En diversos lugares de la vieja Europa surgen movimientos para reclamar la denominación de celta para su territorio. Sin duda nada más lejos del rigor que supone el estudio de las señas de identidad de un pueblo, el sucumbir a pasiones y opiniones guiadas por el deseo y no por la certera verdad. Incluso en nuestra tierra se manifiestan como celtas un sin fin de actividades que poco o nada tienen que ver con este mundo de luengos brazos. Como en tantas ocasiones ha de ser el justo medio, que dirían Horacio o Cadalso, el que nos guíe en nuestro camino, y lo que es quizá más importante, en nuestro constante redescubrimiento de la vida. Otorgando el calificativo de celta a todas y cada una de las características de un pueblo de variada formación como es el nuestro, estamos, tal vez sin saberlo, cometiendo el error de enterrar otros valiosos aspectos de nuestra cultura, provocando de nuevo el mismo efecto que a lo largo de tantos años hemos sufrido: la ocultación de la verdadera realidad e importancia histórica de Cantabria. La etiqueta celta no es una patente de corso para rotular todo aquello que deseemos imponer. No es ésta una crítica, sino una reflexión para que podamos darnos cuenta de que Cantabria no necesita de historias inventadas para darla contenido. Nuestra evolución es lo suficientemente interesante e importante como para llenar páginas y páginas de tradiciones, leyendas, mitos y narraciones de historia mítica y real.
Pero no penséis que está todo el pescado vendido en el largo camino que hemos emprendido a través de nuestros más ilustres antepasados. La semana que viene nos acercaremos a un dios con denominación de origen, una divinidad indígena y autóctona, un dios que encontramos venerado sobre una de nuestras más célebres montañas y que da en cierto sentido la verdadera medida de nuestra riqueza mitológica antigua.
Juan Carlos Cabria
No es mi intención convencer a nadie de la influencia que las gentes célticas han dejado a su paso por nuestra tierra, ya que es más que conocida y admitida por casi todos. Sin embargo, existen voces que desmienten esta relación de Cantabria con el mundo céltico sin aportar tesis de peso. Tampoco es de extrañar que ocurra esto cuando nos situamos ante opiniones que aún desmienten la existencia de un mundo que llamamos indoeuropeo, y del cual emanó gran parte de todo lo que hoy conocemos como cultura occidental. La presencia de esa amalgama de pueblos que denominamos celtas y que se asentaron en nuestra península, sobre todo en el centro y norte peninsular, está más que atestiguada. El norte no se libró de tales ocupaciones, aunque no podemos calificar a estas gentes de celtíberos. Desde comienzos del primer milenio antes de Jesucristo las oleadas de pueblos que llamamos celtas se sucedieron; de esa unión surgieron nuevas sociedades como la cántabra, con un alto grado de indigenismo pero con una extensa influencia de los recién llegados. Esta relación lejos de ir disminuyendo se mantuvo como una constante a lo largo de nuestra amplia historia. El trato, en muchas ocasiones tempestuoso, de los cántabros con sus vecinos celtíberos o con tribus de reconocibles raíces célticas fue constante. Son numerosos los capítulos de nuestra historia en los que nos tropezamos ante hombres de la montaña en lugares celtizados en los que no parecen encontrarse demasiado extraños.
Esta clara vinculación con los pueblos celtas la podemos rastrear a lo largo de un extenso abanico de disciplinas, que entre otros muchos cometidos tienen el de proporcionarnos una herramienta más que útil para clarificar numerosas confusiones: la toponimia, teonimia, hidronimia y antroponimia tienen una labor fundamental. La búsqueda en los nombres de lugares, dioses, ríos, fuentes o de persona de lazos de unión con las raíces originales nos llevan a la conclusión de la más que plausible presencia celta en nuestra tierra.
Sin embargo es la mitología nuestro primer elemento de interés a lo largo de estas líneas, y si bien hemos dicho que la presencia céltica parece indiscutible, mucho más fácilmente podemos defender esta postura ante el mundo de las realidades míticas. Montañas divinizadas al estilo de estos pueblos, ríos con denominaciones que nos remiten directamente a dioses indoeuropeos pero con significativos contenido celta como el paradigmático Deva, diosas madres como pudiera ser la propia Cantabria que nos remite a una sociedad inicial de marcado carácter matriarcal, un extenso abanico de motivos iconográficos de componente céltico en obras como son las estelas gigantes discoideas, dioses de la guerra con base indoeuropea pero con impronta celta, rituales como la cremación y exposición de cadáveres con un alto contenido sacro de ascendencia céltica y un largo etc. Y no podríamos caer en el error de no recordar un sin fin de celebraciones con este ascendente que aún hoy día son la base de las fiestas de numerosos valles de Cantabria. Algunas de ellas ya las hemos mencionado, la vijanera o el primero de Mayo, pero otras muchas las iremos descubriendo a lo largo de este maravilloso viaje con escalas semanales que nos hemos propuesto.
Sin embargo no todo es celta o tiene un sabor o regusto a celta. El mundo que llamamos celta no es algo unívoco. Nos apostamos ante un variado abanico de pueblos con un denominador común, pero con una variedad más que palpable tanto en su comportamiento como en su propio origen antropológico. Actualmente nos hallamos ante un significativo ataque de celtismo, o de celtomanía. Lo celta vende, la etiqueta celta es un reclamo publicitario, de estilo, de marca, además de una moda más que rentable. En diversos lugares de la vieja Europa surgen movimientos para reclamar la denominación de celta para su territorio. Sin duda nada más lejos del rigor que supone el estudio de las señas de identidad de un pueblo, el sucumbir a pasiones y opiniones guiadas por el deseo y no por la certera verdad. Incluso en nuestra tierra se manifiestan como celtas un sin fin de actividades que poco o nada tienen que ver con este mundo de luengos brazos. Como en tantas ocasiones ha de ser el justo medio, que dirían Horacio o Cadalso, el que nos guíe en nuestro camino, y lo que es quizá más importante, en nuestro constante redescubrimiento de la vida. Otorgando el calificativo de celta a todas y cada una de las características de un pueblo de variada formación como es el nuestro, estamos, tal vez sin saberlo, cometiendo el error de enterrar otros valiosos aspectos de nuestra cultura, provocando de nuevo el mismo efecto que a lo largo de tantos años hemos sufrido: la ocultación de la verdadera realidad e importancia histórica de Cantabria. La etiqueta celta no es una patente de corso para rotular todo aquello que deseemos imponer. No es ésta una crítica, sino una reflexión para que podamos darnos cuenta de que Cantabria no necesita de historias inventadas para darla contenido. Nuestra evolución es lo suficientemente interesante e importante como para llenar páginas y páginas de tradiciones, leyendas, mitos y narraciones de historia mítica y real.
Pero no penséis que está todo el pescado vendido en el largo camino que hemos emprendido a través de nuestros más ilustres antepasados. La semana que viene nos acercaremos a un dios con denominación de origen, una divinidad indígena y autóctona, un dios que encontramos venerado sobre una de nuestras más célebres montañas y que da en cierto sentido la verdadera medida de nuestra riqueza mitológica antigua.
Juan Carlos Cabria
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